Eugenio Alvarez

• General Notes
  • Cuando doña Ramona Álvarez murió en clarines, el año 1876, su hijo Eugenio tenía ocho años de edad y una deuda de treinta pesos por los gastos de entierro de su madre. Que se tenga noticia, no tenía otros familiares. Es verdad que en Clarines vivían, para aquel tiempo, don Manuel María Álvarez y doña Justa Álvarez, hermanos, pero no existía entre ellos ningún parentesco, puesto que a Eugenio no lo quedo otro recurso sino el de quedarse trabajando con su padrino don Ruperto Amaral Urbano, dueño del hato “el Jobito”, ubicado a orillas del rio Unare, entre la pradera y la laguna de Unare. No tenía otra alternativa. Presintiendo la muerte, su madre lo había llevado allí unos meses ates, y, presentándolo al padrino, le dijo: “Compadre, aquí le traigo a su ahijado para que me lo forme un hombre”.
    Aparentemente tranquilo, Eugenio se quedo viendo con admiración la faena que realizaba el peonaje. Desde ese mismo día le fue asignado un trabajo y la correspondiente remuneración: ganaría un peso mensual por desgranar maíz y los frijoles que diariamente se necesitaban para el gato de la casa y ayudaría además en otros menesteres, en el corral de ordeño. Con ese salario, Eugenio hubiera necesitado dos años y medio para pagar la deuda del entierro de la madre; pero al año le aumentaron, por su comportamiento, a peso y medio mensual. A mayor sueldo, mayor responsabilidad. Entonces tenía que trabajar en las labores de desyerba en los conucos del padrino. Ya un hombre gano dos y medio reales diarios en las mismas tareas u obligaciones. Ese era el jornal en toda la cuenca del Unare.
    De muchas poblaciones de nuestro país se ha escrito la historia ponderando la belleza del paisaje, el esfuerzo de sus hijos y la riqueza de su suelo, producto de su esfuerzo; pero, ¿se ha mencionado alguna vez al hombre que ha ayudado a fomentar esa riqueza?  La injusticia social del hacendado, del ganadero del pasado, no está muy lejos de la del hombre de hoy con mayores posibilidades económicas.
    Durante diez años acompaño Eugenio Álvarez a su padrino, en el hato “el Jobito”. Fueron años duros y difíciles; pero muy bien aprovechados para su formación. En realidad allí recibió la única enseñanza formal de su vida: dedicación absoluta a las faenas del campo. Más tarde conto; muchas veces, que se levantaba de madrugada, conjuntamente con los peones encargados del ordeño y ayudaba aguantando la totuma al pie de la vaca, mientras ordeñaban, o bien trayendo la leche hasta el bote, donde se cuajaba para la preparación del queso.
    Los criadores de la zona costanera del Unare se han preocupado siempre de producir el mayor queso de toda la región, y como esto no se logra sino con la dosificación justa del cuajo, de la leche y de la sal, Eugenio puso mucho interés en observar el procedimiento. La técnica empleada en la fabricación del queso fue uno de los primeros conocimientos adquiridos por él.
    Don Eugenio Álvarez desde temprana edad fue un trabajador excepcional. En plena faena, mientras buscaba ganado extraviado en la extensa propiedad donde paso toda su vida -“Las Calcetas del Bagre”- acostumbraba orientarse por la luz del sol. Muchas veces, cuando la noche llenaba de sombras la montaña y la sabana, para trasladarse de un sitio a otro a muchos kilómetros de distancia, parecía desarrollar esa condición tan propia del indio Caribe, que se dirige por el rumbo, para salir directamente a su rancho con tanta precisión como si se guiara por la brújula.
    EN EL HATO “TAPIAR”
    De el hato “El Jobito” don Eugenio Álvarez paso a trabajar en el hato “Tapiar”, de don Emilio Barrios Bustillos, frente a Angostura, a orillas del mismo rio Unare. Le ofrecieron un salario que en aquel tiempo se consideraba elevadísimo: doce y medio pesos mensuales, únicamente por cazar y pescar. Ya conocía el oficio de cazador, así como el de la pesca en el rio Unare, con tarraya. Durante los años que estuvo dedicado a este trabajo llego a ser un veterano. Prácticamente, fue el encargado del abastecimiento de la carne y el pescado para el gasto de la casa y del peonaje del hato. Cazaba uno o dos venados en la semana, según la necesidad. Báquiras, acures, chigüires, conejos y guacharacas, de todas estas especies traía al hato para complementar el menú.
    Los bosques y las quebradas vecinas al rio Unare no carecían entonces de lugares agrestes donde se ocultaban las manadas de báquiras, los acures y los venados, y como él era muy conocedor de esas trochas que los mismos animales utilizaban para atravesar la montaña, no regresaba al hato con las manos vacía. En un hecho cierto: el hombre que por mucho tiempo vive en contacto directo con la naturaleza, desarrolla el poder de observación hasta límites  verdaderamente increíbles. En realidad el había puesto toda desde temprana edad toda su alma y corazón en la vasta región en que vivía y en la flora y la fauna que la poblaban. Don Eugenio Álvarez no solo conocía el habitad natural de los animales que cazaba sino sus costumbres. “El venado camina mucho, temprano, por la plaga; come en la mañana, sin prisa y cuando el sol calienta busca la sombra y descansa echado. Apenas mueve las orejas, percibiendo los sutiles ruidos del bosque”. -decía. Era muy cauteloso en el monte, y como tirador, muy fijo. No erraba ni un tiro. Utilizaba con frecuencia una sola bala. “Es suficiente, ¿para qué más? Ese chorro de munición gruesa lo que hace es destrozar al animal”. -decía.
    El sabia que la cacería era una actividad apasionante, pero peligrosa. Diariamente, desde el mismo momento en que salía de la casa, escopeta al hombro, tomaba sus precauciones. Preveía el peligro. De noche cazaba en los arboles, sentado en una tarima o troja que fabricaba con varas y bejucos, y al meterse la luna bajaba. Con un hacho de cardón, a falta de otra luz, se alumbraba el camino. En esos cerros vecinos y en los caracueyales inmediatos al rio, la culebra cascabel, la coral, la mapanare y las tragavenados daban miedo. Como cazador, don Eugenio poseía una virtud que raras veces logran desarrollar los que gustan de esta actividad; la paciencia y la resistencia.
    En noches de luna o alumbrado con la escasa luz de las estrellas, regularmente a las tres de la mañana, don Eugenio daba comienzo a su tarea de pescar en el rio Unare. Esa tarea la realizaba algunas veces con anzuelo, en los remansos que se forman en sus orillas, refugio seguro de sábalos, guasas y robalos; otras veces utilizaba la tarraya, que manejaba con destreza. ¡Cuántas veces viajeros madrugadores que iban a clarines a EL Hatillo lo vieron frente a las playas de la Pradera, el Olimpo o Guaramaco, tarraya al hombro y con sartal de lisas, mojarras y lebranches en el guatán!
    Cuando la creciente de 1892, don Eugenio Álvarez recibió el encargo de llegar hasta el hato “El Jobito” para llevar a Margarita Oporto, criada de la familia Alfaro. Las agua desbordadas del rio Unare, que habían arrasado con siembras y ganados, habían cubierto todos los caminos paralelos a su cauce. Para cumplir esa orden, frente a guaramco, don Eugenio decidió fabricar una balsa, medio que considero más seguro que una canoa, y la empujo rio abajo, pero cuando costeaban el remanso que se forma siempre en ese rincón del Unare frente al Angostura, la balsa no obedecía al remo o gobernalle. Por suerte llevaba una soga, de las mismas con que había amarrado los troncos. Ato el extremo de esa soga a uno de los maderos de la balsa y con el otro extremo amarrado a la cintura, desnudo, nado hacia la orilla. Fue la salvación de la mujer y de él mismo.
    En el hato “tapiar” don Eugenio Álvarez conoció a Barbará Estacio, hija de don Ramón Alfaro y criada de doña Jesús Alfaro de Barrios, la esposa de don Emilio Barrios Bustillos. Una vez conto que don Emilio era un bullero, azaroso, hablaba recio, pero cuando el solicito su consentimiento para casarse con ella, no alzo la voz. Convino en el matrimonio y fijaron una fecha. Se casaron en clarines.
    EN EL HATO “LA PRADERA”
    Ya casado, don Eugenio Álvarez pasó a trabajar con Nicolás Bottaro, dueño del hato “La Pradera”, ubicado también a orillas del rio Unare. Era el encargado del hato. Dicho en otras palabras: era el caporal. Durante once años administro esa propiedad. De allí salió con una burra, una cobija de balleta y una escopeta de capsula. Esas fueron sus utilidades, toda su ganancia por esos años de duro trabajo.
    El día que decidió salir de “La Pradera” -recuerda su hijo Rafael- ya tenía los escasos enseres recogidos y acomodados para cargarlos en la burra, y el que ya estaba grandecito, como de siete años, miraba con tristeza hacia el rio, recostado del tranquero. Arrismosle entonces don Eugenio, y agachándose para mirarle mejor la cara, le dijo: -“Hijo, mejor es que lo sepa de una vez y no más tarde: no trabaje para otro, xxxx nunca lo ajeno. Cuando sea un hombre independícese desde temprano”.
    SE ESTABLECE EN “PALMIRA” COMIENZA SU VIDA COMO CRIADOR INDEPENDIENTE.
    Cansado de trabajar para otros, don Eugenio Álvarez decide establecer en “Palmira”, a orillas del rio Unare, más acá de la “Pradera”, y por consiguiente más cerca de Clarines. Allí construyo su casa. Al sitio -no sabemos por cuales razones- le puso el nombre de “CARO-MOCHO” y aunque esos terrenos son adquiridos posteriormente en propiedad.
    En “Palmira”, don Eugenio tuvo ganado, bestias y chivos. Año tras año, ayudado por sus hijos y de vez en cuando por algún vecino, preparaban un pequeño lote de terreno en el cual sombraban algunos frutos y verduras, y el maíz, para que no faltara el pan en la casa durante todo el año. A esas siembras las cuidaba con esmero. Armaba trampas para coger los pájaros que sacaban el maíz del surco, recién sembrado. En cuanto a la caza y la pesca, su vida seguía siendo la misma.
    Amaneciendo, envuelto en el suave resplandor de la luz, salía para el monte y regresaba al anochecer, si no había cazado. Otras veces salía a mediodía y no pasaban dos horas cuando ya estaba de regreso. -¿Dónde están Nicolás y Pedro Estacio?, - preguntaba. -Por allí están, -le decían. Los buscaba, y al encontrarlos les mandaba: -En la punta de la laguna Espuma deje un venado, salgan en el burro a buscarlo. Otras veces los dejaba a orillas de la laguna Guayuco o en EL bajo de los Tanques.
    Tenía un perro, al que siempre dejaba en la casa cuando iba de cacería. Si el perro oía el tira paraba la cabeza, se sacudía, y, orientado momentáneamente, salía. A poco se encontraban, y si el venado estaba herido, lo seguía por el rastro de la sangre. Al contrario lo corría, y, cansado, lo paraba. Regularmente lo mordía por una oreja hasta llegar don Eugenio.
    Una vez al año, en pleno verano, don Casimiro Chacin, su hijo José Gregorio y Don Pedro Manuel Amaral organizaban una cacería de venados y el invitado especial era don Eugenio. Iban a un sitio llamado El Espinocero, cerca de La Sabaneta, en el centro de esa montaña de Las Calcetas del Bagre, donde la cacería era segura. A la posesión de don José Gregorio Chacin, “El Olimpo”, traían dos o tres venados.
    Ni la caza ni la pesca lograron cansarlo jamás, salía de “Palmira” en una canoa, aguas abajo, y al llegar a las playas de La Pradera desembarcaba. Era casi siempre las nueve de noche. Allí esperaba que se calmara el viento, lo que sucedía como a las once. A esa hora comenzaba con la tarraya, por el playón, rio arriba.
    En el rio de Unare, para aquel tiempo, abundaban los caimanes, grandes reptiles casi desaparecidos. En la playa de Los Mereyes se les veía amontonados todas las mañanas, asoleándose, y allí en la otras playas del rio desovaban a la salida de aguas, comenzado el verano. La búsqueda de esos huevos era todo un acontecimiento para la gente menuda, para los muchachos. Con una vara de punta aguda que iban enterrando en la arena, daban con la camada. Cuando estos saurios se cebaban mataban los cochinos, los chivos y hasta los perros que bajaban al rio a beber agua. De hecho, los caimanes siempre resultaban peligrosos porque más de una vez atacaron al hombre. Don Eugenio los cazaba con una estaca de madera de corazón -vera o puy- como de veinte centímetros, aguzada por ambos extremos, y el medio, en una muesca que hacía, amarraba el redal. La estaca así preparada hacia las veces de anzuelo. Forraba la estaca con bofe, y en una horqueta como de un metro, que fijaba en la orilla del rio, tendía una vara delgada, en cuyo extremo colgaba la carnada de manera que no tocara el agua, pero muy cerca de ella. Esa trampa la armaba al declinar el sol, de tardecita. El siguiente día, al encontrar la horqueta y la vara en el suelo, y la cuerda tensa, era la señal de que habían cazado al caimán. Entonces comenzaba la lucha para sacarlo del rio. En el paso de “Palmira” don Eugenio saco más de uno, de cinco de siete varas, cebados.
    Durante su larga permanencia en esa zona costanera del Unare, don Eugenio Álvarez solo una vez sufrió un accidente que pudo costarle la vida. En una ocasión en que necesito preparar unos sudaderos, recordó que en los esteros que se forman todos los años cerca de La Sabaneta crecía el junco, y para allá salió un día bien temprano con la disposición de cortar el que necesitaba. Ya iba terminando esa tarea cuando se corto un pie con el machete. La herida, aunque no le intereso ningún tendón, no dejo de impresionarle por que sangraba mucho. Se sentó, corto en pedazos la camisa y se vendo el pie lo mejor que pudo. De ese sitio en que se encontraba hasta su casa, había que caminar un largo trecho, más o menos una legua: -“La casa de Gerbasio Reyes, en El Bagre, me queda más cerca, como un cuarto de legua”, -se dijo, hablando consigo mismo, y hacia allá dirigió sus pasos por el rumbo, dejando atrás el camino conocido porque de tomarlo hubiera tenido que dar un gran rodeo, y así acortaba la distancia. Una, dos, tres veces tuvo necesidad de cambiarse la venda, empapada en sangre. - ¡Dios mío! - ¡imploro, ayúdeme a llegar a El Bagre! y, arrastrándose, después de permanecer más de tres horas atravesando la montaña, llego por fin allá. Gerbasion Reyes procedió a lavarle el pie con agua caliente, a la cual le echo un poco de vinagre -lo único que tenía en el rancho- y, con una venda de tela de araña, logro estancarle la sangre.
    Tal vez porque siempre desempeño solo un trabajo se habituó al silencio. Era hombre de pocas palabras y cuando hablaba -generalmente en presencia de algún amigo de la familia que se interesaba por la vida del campo- daba gusto oírlo porque era la voz de la experiencia matizada con variadas y acertadas observaciones referentes a ese maravilloso escenario donde vivió la mejor época de su vida.
    Don Eugenio Álvarez fue un hombre excepcional, autodidacta, virtuoso y honesto. Alguien le enseño las letras y la composición de las silabas y las palabras, y él, con su extraordinario interés hizo el resto. Desde joven busco la comunicación y el consejo de los hombres más viejos. Esos fueron sus maestros.
    En su matrimonio con doña Barbará Estacio tuvo quince hijos, de los cuales sobrevivieron cinco: Nicolás, Amparo, Jesús María, Rafael y Carmen. A los otros los acabaron las fiebres palúdicas, el tétano y la pulmonía.
    Don Eugenio enseño a leer a todos sus hijos. A Nicolás  -el primogénito- lo mando a la escuela que regento en Clarines el bachiller Pedro Antonio Medina. Después fue alumno del bachiller Ramón Ignacio Méndez y el doctor José de Jesús Tirado. A Rafael, su hijo, lo mando donde el maestro de José Gelasio Barreto, a quien don Eugenio pago doce bolívares mensuales durante un año, por darle clases. Con sus hijos varones, don Eugenio fue muy severo; en cambio fue una dulzura con las hembras.
    Don Eugenio Álvarez modelo la vida de sus hijos como las circunstancias modelaron la suya. “La ociosidad resulta perjudicial. El trabajo, sea cual sea, siempre proporciona beneficios”, -les dijo mas de una vez. La honradez era para él mucho más que una virtud. -“¡Cuidado, hijo! -Lo ajeno es sagrado: no dispongan jamás ni de un botón, si es ajeno”. ¡Otras veces, ante la necesidad de ser previsivos, les decía, “hijos: busquen la comida antes de que les de hambre!” Desde la niñez hasta la edad adulta, Rafael y Nicolás -sus hijos varones- estuvieron oyendo sus sabios consejos.
    Era un hombre apacible, tranquilo y muy sereno. Amable y muy atentó en su casa. Rara vez manifestaba sus emociones. Parecía de carácter huraño. Sin embargo, en la intimidad de la familia ninguno de los suyos poseía el raro don de aliviar un pesar con mayor suavidad y solicitud que él. Fue un hombre sano, de cuerpo y alma. No fumaba ni tomaba aguardiente. Su presencia infundía respeto. Cuando joven asistió a los velorios de Cruz de mayo, que tanto renombre tuvieron en Clarines en los años del pasado. Allí cantaba fulias y como era alto y delgado sobresalía por la estatura y por su ingenio e improvisación. Eran diversiones sanas, que lamentablemente desaparecieron.